lunes, 12 de mayo de 2014

Luchar o correr

Estás que no estás. No eres capaz de razonar. Te mueves de un lado a otro sin sentido alguno. Te sientas. ¿Qué tenías que hacer? No te acuerdas. Tienes que ir al baño, por quinta vez en la última hora. Te sudan las manos. A veces, de pronto, te asaltan unas ganas nauseabundas de vomitar. Tienes hambre, pero cuando abres la nevera nada te apetece. Te tiemblan un poco las piernas, te sientas. Te siguen temblando, y te quieres levantar.



Tranquilo. No estás enamorado. ¡Lo que estás es de los nervios! Algo importante va a pasar. Tu cabeza lo sabe, y tu cuerpo, TAMBIÉN. Y es completamente irónico, porque sea cual sea el acontecimiento importante que va a suceder, sucederá más catastróficamente cuanto más nervioso estés. Pero pensar en esto sólo hace que tu nerviosismo se multiplique por diez. Y así, la pescadilla se va mordiendo la cola hasta que se convierte en un matojo gigante de nervios que hace que sueltes gallos en tu actuación (si eres un concursante de Operación Triunfo), tartamudees en el discurso, tropieces y hagas movimientos espasmódicos en vez de la coreografía tan chula que habíais ensayado, o te quedes paralizado en un silencio incomodísimo ante las preguntas en la entrevista de trabajo.


Como si la situación a la que nos enfrentamos no fuera de por sí ya bastante difícil, además resulta que tenemos que hacerlo salvando los escollos que nos pone delante nuestro propio cuerpo.

Yo estoy indignada. Me parece una falta de profesionalidad por parte de la madre naturaleza, todo hay que decirlo. Es verdad que somos máquinas altamente sofisticadas, y que contamos con un montón de sistemas que se encargan de un montón de cosas, pero hay algunos de ellos...que...en fin, dejan un poco de desear.

El nerviosismo, sin ir más lejos. ¿A qué viene? En realidad no es más que una respuesta del cuerpo que en un principio nos servía para hacer frente a situaciones de peligro, pero claro, cuando el ser humano puso los pies en este mundo las situaciones de peligro eran un poco distintas a las de ahora. No era muy frecuente que los hombres de las cavernas tuvieran que cantar para asegurar su estancia en la academia, por ejemplo.

Lo que a nuestro cuerpo se le da muy muy bien es prepararnos para situaciones peligrosas en las que la mejor opción es una de dos: luchar, o huir como cobardes. Y eso es lo que hace siempre que nos enfrentamos a un peligro, sin discriminación alguna. Poco importa que luchar o huir no vaya a hacer que apruebes el examen, te contraten, o te escojan en el casting. Tú cuerpo te prepara para luchar o huir y punto.




Eso pasa porque le hemos dado demasiadas libertades. Pero es normal, porque tenemos tantas cosas en mente que hay algunas que tenemos que dejar al libre albedrío de nuestro organismo, como por ejemplo respirar, o el latir del corazón, o digerir la comida. Por eso tenemos un sistema conocido como sistema nervioso autónomo, que toma constantemente decisiones que en ningún momento le consulta al yo consciente.

Y así ocurre que en el momento más inapropiado, cuando tenemos que permanecer más tranquilos y con la mente fría, se nos embota el pensamiento y se nos agarrotan todos los músculos del cuerpo, sin que nosotros pinchemos ni cortemos.

Todo comienza con la percepción del peligro. Entonces, se activa una zona del cerebro conocida como hipotálamo, que a su vez envía señales a la hipófisis, que a su vez envía señales a la glándula suprarrenal, situada encima de los riñones. Y ésta libera el cócktel explosivo: glucocorticoides, andrógenos, adrenalina y noradrenalina.

Esta bomba pone bocarriba a todo el organismo. Aumenta la presión arterial, y pone todo en marcha para abastecernos de energía. Azúcar y grasas se liberan al torrente sanguíneo para ser utilizados por los músculos que participarán en la acción. Se nos dilatan las pupilas, para que veamos bien el peligro, y los bronquios, para que podamos respirar a todo pulmón y estemos bien cargaditos de oxígeno, que hace falta para quemar el azúcar y generar energía con la que movernos. Además, el corazón nos late más rápido. A todo esto, aumenta la temperatura corporal, y para liberar calor sudamos. El flujo sanguíneo se redistribuye. Así, lo prioritario es la musculatura voluntaria. El aparato digestivo, por ejemplo, no lo es en este momento, así que deja de recibir tanto aporte sanguíneo y se relajan los esfínteres. Tampoco es que el cerebro ande muy espléndido, y nos volvemos un poco torpes o lentos de pensamiento.

Vamos, justo lo que necesitabas si estás delante de un león. Yo nunca me he encontrado delante de un león, pero bueno, que si alguna vez me ocurre, estaré bien preparada.

Ahora, una cosa digo. Yo estoy cansada de enfrentarme a mi cuerpo. ¿No es verdad que la naturaleza es sabia? Pues entonces la próxima vez voy a dejarme llevar. Lo tengo claro, basta de tilas y autocontrol. En cuanto vuelvan a atenazarme los nervios voy a dejarme de tonterías y voy a hacer una de dos: correr como si me fuera la vida en ello, o luchar con fiereza.

Da igual que me encuentre en una cita romántica, el despacho de mi jefe o en Saber y Ganar. Si mi cuerpo no discrimina, ¡yo tampoco! Yo lo que voy a hacer una de dos:

 luchar




o..¡correr!